Las mujeres dedicadas a la ciencia han sido sistemáticamente obviadas, si no despreciadas, por la historia. Las instituciones, sus colegas masculinos y, lo que es peor, la sociedad en conjunto las han condenado a un injusto anonimato.
Rosalind Franklin constituye un claro ejemplo de ello. Poseedora de un inusitado talento para la física detectado por sus instructores a una edad temprana, a los 17 años decide ir a la universidad para estudiar Química, Física y Matemáticas. Entusiasmada por la ciencia, había escuchado a Einstein en una de sus conferencias, y decidió, tal y como éste proclamaba, poner su vida al servicio de ella.
En un principio su padre desaprueba la idea, pero lo cierto es que él mismo había estudiado ciencias e incluso aprendido alemán a fin de intentar convertirse en científico y defendía la educación como un valor primordial, así que finalmente, llevado por su talante progresista, cede.
A los 18 años la brillante Rosalind aprueba el ingreso en Física y Química para entrar en Cambridge, el mejor centro de Inglaterra para estas disciplinas. Allí había estudiado Newton y se había fundado el Laboratorio Cavendish, que tomaba el nombre del físico que unificó las fuerzas eléctricas y el magnetismo.
Integrada con rapidez en la dinámica del centro, ingresa en los Archomedanas, sociedad que imparte conferencias sobre temas de vanguardia en las matemáticas. En una de ellas, conoce al profesor William Lawrence Bragg, ganador en 1915 del premio Nobel por demostrar que los rayos X permitían descubrir la estructura de los cristales. Así Rosalind toma contacto con la cristalografía.
La ley de Bragg dice que cada cristal atravesado por el haz de rayos X deja una especie de huella de identidad o retrato que solo un experto puede interpretar y que éstas revelan cómo es la estructura de la molécula de un cristal y la colocación de sus átomos.
Estos datos constituyen toda una revelación para la investigadora que empieza así a familiarizarse con el mundo de la materia extremadamente pequeña y en tres dimensiones.
Pese a los avatares de la guerra que asuela Londres a principios de 1941, Rosalind acaba la carrera con buenas calificaciones y consigue una beca por un año en el Departamento de Investigación Científica e Industrial.
El sino de la joven, que cuenta entonces 21 años, continúa siéndole favorable y consigue trabajar a las órdenes de otro futuro premio Nobel, el fisicoquímico pionero en fotoquímica Ronald Norrish, famoso empero por su trato desabrido para con los becarios. Poco importa todo ello a Rosalind, ya que no solo disfruta con su trabajo sino que además goza por vez primera de su independencia, viviendo en un piso de alquiler en el que puede recibir a sus amigos, guisar y disfrutar a voluntad de su tiempo libre.
El mes de agosto del año siguiente acepta un trabajo para estudiar el carbón en la British Coal Utilisation Research Association (BCURA), dirigida por Donald H. Bangham. El carbón vegetal era, en plena guerra, un combustible de gran protagonismo y trascendencia, ya que se empleaba como filtro de las máscaras de gas. Tras investigar sus diferentes tipologías, Rosalind presenta cinco publicaciones, consigue doctorarse y contribuye a la fabricación de una máscara de gas más eficaz.
Había nacido una científica.
Corre 1946 cuando Rosalind decide salir de su Inglaterra natal y ver mundo. Los contactos de una de sus amigas le facilitan conseguir un puesto como fisicoquímica junto a Marcel Mathieu, que gestiona un centro de investigación en París. La sintonía con el científico es instantánea y se mantendrá de por vida. A su lado, Rosalind aprende y desarrolla técnicas tan innovadoras como relevantes para su futuro, entre las que destacan las de difracción de rayos X, llamada también ‘cristalografía de rayos X’. Una técnica tan compleja como poco conocida, que pretende aplicar el método de la cristalografía a materias no cristalinas. Su ojo científico se aguza y le permite perfeccionar dichos procesos y publicar varios estudios sobresalientes.
En 1950 sus avances en dicha disciplina llegan a oídos de John Randall director del laboratorio del King’s College de Londres, quien le insta a sumarse a su unidad de investigación en la que sólo trabajarían ella y el que sería su mano derecha, Raymond Gosling. Éste había sido hasta entonces ayudante de un joven físico neozelandés, Maurice Wilkins, que había trabajado en el ADN, aunque las imágenes que había obtenido hasta entonces eran harto confusas.
Rosalind se entusiasma con el proyecto y aunque su vida en París la subyuga (había escrito a sus padres diciendo que Francia le gustaba tanto o más que Inglaterra y los ingleses), decide volver a Inglaterra. La joven cuenta entonces ya con 30 años, una edad respetable para una época en la que las mujeres se hallaban irremisiblemente educadas para el matrimonio, y que en el caso de ser trabajadoras no dudaban en abandonar su puesto una vez contraído el enlace. Pero Rosalind tiene las cosas claras. Años más tarde, sus amigas contarán que jamás encontró al hombre adecuado que le compensase lo suficiente para dejar la investigación y…la libertad.
La científica arriba a Londres en enero del año siguiente y monta su laboratorio solventando las carencias que su antecesor, Maurice Wilkins, no había sido capaz de cubrir. El regreso de éste, que se encontraba de vacaciones, no es precisamente placentero. El científico, incapaz de asimilar las mejoras que la recién llegada ha aportado a 'su laboratorio' y el hecho de que Gosling se haya convertido en su ayudante, sumados a su natural machismo, le predisponen contra la recién llegada.
Pero en mayo de 1952 la científica consigue, con el difractómetro de rayos X, fotografiar la cara B del ADN hidratado, la famosa Foto 51, columna vertebral del ADN.
Hasta la fecha, dos investigadores de la Universidad de Cambridge, James Watson y Francis Crick, habían abordado el problema de la estructura del ADN basándose en los datos obtenidos por otros científicos y especulando sobre ellos habían construido un modelo en tres dimensiones, un modelo que no respondía a la realidad y que tras ser analizado por Rosalind es rechazado. Pero los dos científicos perseveran y como ha quedado demostrado en repetidas ocasiones desafortunadamente, la historia de la ciencia una vez más es injusta con las mujeres. El desabrido Wilkins, a espaldas de Rosalind, le enseña a Watson las fotos decisivas que ésta ha obtenido del ADN y cuyos resultados aún no ha publicado.
Poco después, el 25 de abril del siguiente año, la prestigiosa revista Nature publica tres artículos de los grandes hallazgos de la biología bajo el único título de Estructura molecular de los ácidos nucleicos. El primero, firmado por Crick y Watson, es la estrella de la revelación del descubrimiento científico, la estructura del ADN; el segundo es un artículo de Wilkins y el tercero, el de Rosalind. Incómoda con la situación, Rosalind decide entonces abandonar todo lo relacionado con el tema.
Su carrera científica prosigue, lidera trabajos pioneros relacionados con el virus del mosaico del tabaco y el poliovirus.
El 16 de abril de 1958 fallece en Londres víctima del cáncer , probablemente a consecuencia de sus repetidas exposiciones a la radiación durante sus investigaciones.
En 1962 sus colegas Watson, Crick y Wilkins son galardonados con el Premio Nobel por su trabajo en el descubrimiento del ADN. El nombre de Rosalind Franklin no se mencionó ni se reconoció su contribución en dicho avance científico sin precedentes.
Rosalind pionera, descansa en paz.
Fuente: lavanguardia.com